Edith Stein nació en Breslau (actual Polonia) el 12 de octubre de 1891, en el seno de una familia judía. Fue la pequeña de once hijos. Su padre murió cuando ella tenía tan solo dos años. Desde entonces, su madre se hizo cargo, con gran valentía, del negocio familiar. Mujer fuerte y de profunda fe, supo transmitir a sus hijos el valor de la responsabilidad en el trabajo y la sensibilidad a las necesidades del prójimo.
Edith destacó, ya en sus primeros años de escuela, por su gran intuición y prodigiosa inteligencia. Sorprendentemente, abandonó los estudios en la adolescencia, sumida en una crisis existencial y de fe. Su búsqueda por el sentido de la vida y la Verdad había comenzado. Años más tarde, inició los estudios de psicología (1911-1913) con la esperanza de encontrar respuesta a sus interrogantes más profundos. Sin embargo, esta disciplina la decepcionó, pues no le ayudó a descubrir la razón última de la existencia humana.
Otras materias captaron la atención de Edith durante sus años universitarios: historia, filosofía y germanística. Se implicó en la defensa de los derechos de la mujer, en la reforma pedagógica… y se alistó en varios voluntariados. También tuvo tiempo para disfrutar del montañismo, el tenis y la música, sus aficiones favoritas.
Un momento crucial en su proceso de búsqueda fue el encuentro con la obra Investigaciones lógicas del filósofo Edmund Husserl. En adelante, el padre de la fenomenología se convirtió en su maestro.
«Acabo de mencionar el principio más elemental del método fenomenológico: fijar nuestra atención en las cosas mismas. No interrogar a teorías sobre las cosas, dejar fuera en cuanto sea posible lo que se ha oído y leído y las composiciones de lugar que uno mismo se ha hecho, para más bien acercarse a las cosas con una mirada libre de prejuicios y beber de la intuición inmediata». Estructura de la persona humana.
Reanudados los estudios, presentó su tesis doctoral Sobre la empatía (1916), con la que obtuvo la máxima calificación académica. Su pensamiento giraba en torno a dos ejes:
• El ser humano no se comprende sino como un ser capaz de salir de sí, de trascenderse. Esta característica es fundamental para el desarrollo de la persona a través del conocimiento del mundo, del otro y de sí.
• El ejercicio de la empatía es fundamental para que el ser humano reconozca a los otros como sujetos de experiencia y no como meros objetos.
Como ayudante de Husserl, profesor de la cátedra de filosofía de la universidad de Friburgo, se dedicó a ordenar los escritos del filósofo, así como a iniciar en el pensamiento fenomenológico a los nuevos alumnos. Intentó obtener la cátedra universitaria en 1919 y, pese a su brillante expediente, fue rechazada por ser mujer. En 1930-1931, fue nuevamente apartada su candidatura debido a su estirpe judía.
Dos acontecimientos marcaron de manera definitiva su largo proceso de conversión al cristianismo. En primer lugar, le impactó la actitud esperanzada y serena de la esposa de Adolf Reinach, ante la muerte de este en la guerra. Reinach había sido uno de los grandes amigos de Edith, al que profesaba una admiración sincera por su afabilidad y serenidad.
«Por primera vez vi palpablemente ante mí a la Iglesia nacida de la pasión redentora de Cristo en su victoria sobre el aguijón de la muerte. Fue el momento en que se quebró mi incredulidad, palideció el judaísmo y apareció Cristo: Cristo en el misterio de la cruz».
El segundo acontecimiento que influyó decisivamente en su espíritu fue el encuentro con la palabra transformadora de Teresa de Jesús en el Libro de la Vida. La Verdad que traslucía la vida y experiencia de la Santa de Ávila la impulsó a estudiar con auténtica pasión los fundamentos de la doctrina católica y a pedir el bautismo.
Inmersa en una serena felicidad, la única sombra que se cernía sobre este «gozoso descubrimiento» era tener que comunicárselo a su madre. Con la sobriedad que la caracterizaba, Edith se arrodilló ante ella y, con mansedumbre y firmeza, le confesó: «Madre, soy católica». La única respuesta fue el llanto, inesperado para Edith, pues nunca antes había visto llorar su madre. Fue un duro golpe para toda su familia, que no podían comprender esta decisión. A Edith le resultaba doloroso causar sufrimiento a su madre con su conversión al catolicismo. Sin embargo, no podía resistir a la fuerza de la llamada que brotaba desde lo más hondo de su ser. Durante el medio año que todavía siguió en la casa familiar de Breslau, solía acompañarla a la sinagoga para ofrecerle este pequeño consuelo.
De 1923 a 1931, ejerció como profesora de alemán en el Instituto y Escuela de Magisterio de las Dominicas de Sta. Magdalena de Espira. Su labor educadora puso de manifiesto sus extraordinarias dotes pedagógicas, plasmadas en numerosas conferencias y escritos. En ellas también encontramos su lucha por ver reconocidos los derechos de la mujer. Simultáneamente, continuó con sus investigaciones en el campo de la filosofía. Escribió Acto y potencia, tradujo al alemán la obra tomista Sobre la verdad, así como cartas y diarios del cardenal Newman.
El que fue profesor de K. Rahner, P. Przywara, le introdujo en el mundo teológico católico. En esa época trabó amistad con R. Guardini y el matrimonio Maritain. Conoció el movimiento litúrgico surgido en Solesmes a través de la Abadía de Beuron (Alemania), su «antesala del cielo». Allí pasó largas temporadas y el abad, Rafael Walzer, fue su guía espiritual a lo largo de estos años.
Abadía de Beuron
En 1932, obtiene una plaza docente en el Instituto Germánico Superior de Pedagogía Científica de Münster. Ya se respiraba en el ambiente social un fuerte antisemitismo, por lo que se vio obligada a abandonar la enseñanza. Frente a toda la barbarie que intuía aproximarse, apeló al papa Pío XI. Le pidió que escribiera una encíclica en favor de los judíos perseguidos, para que cristianos y judíos formaran un frente común contra la cruel política nazi.
Edith ansiaba la entrega total de sí misma al Dios que se le había manifestado como la auténtica fuente de la verdad y la sabiduría. Tras varios años de espera, entró en el Carmelo de Colonia el 14 de octubre de 1933. Allí permaneció hasta el 31 de diciembre de 1938, fecha en la que tuvo que trasladarse al Carmelo de Echt (Holanda), debido a la asfixiante persecución contra los judíos y católicos en Alemania. En su toma de hábito (15 de abril de 1934) recibió el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, que expresaba bien su proyecto de vida: «bendecida por la cruz de Cristo». Emitió su profesión solemne el 21 de abril de 1938.
Edith entendió su vida en el Carmelo teresiano como una entrega sin reservas al Dios que nos ama y nos quiere igualar a Él, en un proceso de transformación del ser. Descubrió en la ciencia de la cruz, a la que dedicará su última obra escrita, la auténtica fuente de sabiduría. Edith la asumió de tal manera que hizo de su vida un ofrecimiento por el pueblo judío, con el que compartió su trágico destino final. Fue deportada al campo de concentración de Westerbork, del que pasó al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Allí entregó su vida en la cámara de gas el 9 de agosto de 1942. La causa directa de esta deportación fue la represalia del régimen nazi por la protesta del episcopado católico de los Países Bajos, de acuerdo con el sínodo de la Iglesia reformada, contra las duras medidas de las que eran víctimas los judíos (2 de agosto de 1942).
El 11 de mayo de 1987, Edith Stein fue beatificada en Colonia por Juan Pablo II, quien también la canonizó el 11 de octubre de 1988 y la proclamó patrona de Europa el 1 de diciembre de 1999.
TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ - EDITH STEIN
«La fe no se contenta con obtener algunas verdades acerca de Dios, quiere conseguir a Dios mismo, que es la verdad; quiere al Dios completo, y lo capta sin ver». Ser finito y ser eterno.
Este acontecimiento la llevó hasta la universidad de Gotinga (1913-1915), donde se entregó al estudio de esta rama filosófica junto con otros filósofos: Dietrich von Hildebrand, Max Scheler, Adolf Reinach y el matrimonio Conrad-Martius, con quienes entablará una gran amistad.
Al estallar la I Guerra Mundial (1914), Edith detuvo sus estudios y se ofreció como enfermera voluntaria de la Cruz Roja. Esta decisión estuvo motivada por el convencimiento de que la vida ya no le pertenecía y que debía ponerla al servicio del «gran acontecimiento», como refiere ella misma. Esta experiencia la acercó al misterio del dolor y de la muerte, y despertó en ella el deseo de asumir como propias las cargas y sufrimientos de la humanidad.
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